El planteamiento de que se han servido los gobiernos para reformar el sistema de pensiones
ha sido, a mi modo de entender, excesivamente simplista. Se han centrado en corregir la
generosidad del sistema frente a las contribuciones recaudadas, obviando que existen otros
medios que complementan los fondos públicos y que, potenciándolos, reducirían los costes
asociados de la reforma.
La primera consideración es que, con el actual sistema de transferencias, no se crea ahorro
efectivo y esto redunda en un crecimiento potencial menor. Según Feldstein1, restaurar
los flujos entre ahorro e inversión permitiría aumentar la renta y, consecuentemente, las
contribuciones sin tener que modificar la tasa impositiva. Es cierto que este proceso queda
diluido en una economía abierta pero cabe decir que existe aún un claro sesgo por invertir
dentro de las fronteras nacionales. El caso de Chile, que vio como aumentaba su tasa de
ahorro y crecimiento tras la liberalización de sus pensiones, refuerza dicha hipótesis.
La evolución del mercado laboral ha perjudicado las perspectivas del sistema público incluso
más que el siempre anunciado envejecimiento de la población. Por esto, llevar a cabo una
reforma de las pensiones sin afrontar el reto del paro es infructífero. Siguiendo los resultados
empíricos de Disney (2004)2, los individuos perciben las contribuciones a la seguridad social
como un impuesto cuando hay poca relación entre éstas y las pensiones que recibirán
en su jubilación. Así, los sistemas poco transparentes, ambiguos, de fuerte redistribución
intergeneracional y muy sensible a oleadas electoralistas son entendidos como regímenes
puramente redistributivos y no como sistemas de capitalización. Trazar una línea clara entre lo
que uno contribuye y lo que acabará recibiendo descargaría parcialmente las tensiones vividas
en el mercado laboral.
Otro componente esencial y muchas veces olvidado para el aseguramiento de la renta durante
la jubilación es el rendimiento del capital humano, esto es, la inversión en la formación de los
hijos. En Estados Unidos, llevar a un adolescente a la universidad suele ser una inversión más
rentable y menos volátil que comprar acciones de cualquier empresa cotizada en el NYSE
americano. En el caso español, la comparativa no es tan buena; tener estudios superiores
garantiza únicamente un 60% de probabilidades de cobrar un salario en comparación con
los trabajadores que disponen de estudios básicos. El impacto de una reforma educativa es
potencialmente superior a cualquier parche al actual sistema (léase “retrasar la jubilación a los
67 años”3).
Finalmente, las regulaciones previstas para el entorno financiero y los mercados de capital,
focalizadas básicamente en minimizar los riesgos y evitar elevadas cotas de endeudamiento,
pueden lastrar los rendimientos del capital e ir en detrimento del ahorro privado. Acuciados por
los déficits, los gobiernos occidentales no deberían recortar las pensiones al mismo tiempo que
imponen sobrecostes a su principal sustitutivo, los fondos privados de jubilación.
En definitiva, el alcance de las reformas propuestas debería ser integral y no ir encaminado
exclusivamente a asegurar la sostenibilidad de las cuentas públicas obviando el hecho
de que los individuos disponemos de otros medios complementarios para la jubilación.
Afortunadamente.
Por Pau Labró.
1 M. Feldstein (1997). “Transition to a fully funded pension system; five economic issues”
2 R. Disney (2004). “Are contributions to public pension programmes a tax on employment”?
3 http://www.lavanguardia.es/economia/20101229/54095652431/retrasar-la-jubilacion-a-los-67-anos-
bajara-la-pension-entre-el-12-y-el-15.html
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