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Corren tiempos de censura

Una de las palabras que últimamente se han puesto de moda es crispación. Los intelectuales recurren constantemente a ella para acallar a todo aquel no piensa como él o no defiende unos modelos concretos de sociedad perfecta e igualitaria. Creen ingenuamente que, acallando a una persona (¡el demagogo!) o a un grupo de inconformistas, la sociedad quedará sin ideas y los individuos que la componen se verán obligados a seguir el pensamiento único de la autoridad.

La restricción de la libertad de expresión por parte del gobierno lo tenemos en los órganos de censura como el ALM de Alemania, la FCC de Estados Unidos o el CAC y el Consejo Audiovisual de Navarra de España, entre muchos otros. Los intelectuales, siempre defensores de su mecenas y guardián, el Estado, no dudan en apoyar este tipo de restricción tomando como excusa la salvaguarda de la salud moral e ideológica de la sociedad, de la que que de alguna forma surrealista creen sentirse protectores. Opinan alegremente que, acallando al demagogo, al activista o a grupos inconformistas con el establishment, eliminarán la voluntad de las personas para así poder introducir sus valores morales mediante leyes y el uso de la fuerza. Esta forma de razonar implica que la libertad es un mal innecesario y que los hombres han de ser guiados como robots en su forma de pensar y comportamiento.

Curiosamente, los que así discurren, los que creen que la sociedad como conjunto es idiota e incapaz de asumir responsabilidades propias pretenden colocar como jerarca supremo a otro idiota según su racionamiento, esto es, a un componente de la propia sociedad (que, por definición, consideran idiota). La consecuencia lógica no es más que un dictador idiota que gobierna a otros idiotas, pero mientras que la primera parte es cierta, puesto que al tomar responsabilidades globales que no recaen sobre uno mismo se genera corrupción y compra de intereses y, por lo tanto, inhibición de responsabilidades, la segunda es falsa ya que la responsabilidad es lo que hace al hombre sabio en sus acciones buscando siempre la felicidad moral, material e individual. Y es que la felicidad sólo puede ser un concepto individual, nunca un resultado de agregados sociales tal y como pretenden los intelectuales y el gobierno. No puede existir visión más irrealista, utópica y dañina que imponer la felicidad a base de prohibiciones y leyes.

Pretender hacer ver que la existencia del inconformista, del demagogo, del crítico con el establishment o de cualquier figura contracorriente es el creador de la crispación es precisamente la inversa a la real: ha de existir cierto espacio popular ideológico que permita este tipo de opinión crítica; si no, muere. Siempre y cuando esta voz no sea introducida por los medios políticos, esto es, los medios de la agresión unilateral y la represión.

Por otra parte, la censura en manos del estado e intelectuales pretende abolir las responsabilidades individuales para transferirlas a la elite dominante. La prohibición de contenidos a ciertas horas para proteger la "delicada" mentalidad de los menores es considerar que los padres no aprecian ni sienten amor suficiente a sus hijos como para que ellos puedan elegir qué han de ver y qué no han de ver, siendo además una labor totalmente vana y absurda. El claro ejemplo de no usar palabras malsonantes en horario infantil es un claro ejemplo; son precisamente los niños los que más insultos usan en su vida cotidiana. También es absurdo creer que el burócrata puede sentir más amor por los hijos de los demás que los propios padres. El alto burócrata no es más que un dictador (de la moral y la producción) que sólo sirve sus intereses.

La lobotomización mediática de la sociedad es un intento de imponer el pensamiento único, crear una sociedad de esclavos y sirvientes a los intereses del intelectual y del Estado. En la diversidad más pura y en la libertad está la armonía –que no significa felicidad– porque así cada uno puede expresar aquello en lo cree de forma abierta. Permitir tal armonía es precisamente lo que no quieren hacer ni los intelectuales ni el Estado, ya que de existir plena libertad individual, se quedarían sin poder ni dinero.

Por Jorge Valín

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