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La moral del tirano

Cuando era un adolescente tenía un amigo que empezó a salir con una chica. La relación no les iba demasiado bien. Como amigo creí, junto con otro amigo, que teníamos que hacer algo pese a la desaprobación del interesado; ¿cómo iba a dejar que sufriese un amigo mío?, ¿cómo yo, viendo su error, no iba a enmendar su relación?, al fin y al cabo era por su bien (a pesar de su desaprobación). Mi otro amigo y yo hablamos con él y ella, les dijimos lo que tenían que hacer, etc. Al cabo de poco tiempo se separaron.

Me di cuenta de dos cosas; una que jamás me tenía que dedicar a la psicología profesional y la otra, que vi más claramente con el tiempo, que nadie por más buenas intenciones que tenga, ha de entrometerse en la vida de ningún otro si éste no ha pedido ayuda explícita antes. Pero yo, y mi otro amigo, no sólo atormentamos a la joven pareja, sino que ahora cuando recordamos esos tiempos he de oír sus reproches; y no con poca razón, nos culpa del camino que tomó la relación gracias a nuestra “buena voluntad”. La esencia de esta anécdota puede aplicarse a otros campos siendo los resultados muy similares. Y es que cuando el principio de solidaridad y bondad se aplica aún más lejos de los puramente individuales, es decir, a factores globales a agregados entonces la situación se agrava; la solidaridad se convierte en tormento y esclavitud.

Pensemos en un ejemplo poco recomendable a seguir. Algo que sepamos seguro que es dañino, como por ejemplo la adicción a la droga. Sus consecuencias pueden ser terribles para el individuo y para las personas que lo envuelven. ¿Cuál es la solución? Que el estado haga algo contra las drogas, el estado es el único que nos puede librar de este mal. Bien mirado por qué no. Dando soporte al estado en esta causa hacemos el bien, somos solidarios y ayudamos a todos; pero… ¿de verdad estamos actuando correctamente?

Cuando alguien fuma un cigarrillo de marihuana, se toma una pastilla de speed o se inyecta heroína conoce perfectamente los riesgos. Tal vez lo haga ocasionalmente, o tal vez lo haga compulsivamente, pero sea como quiera ser es su riesgo, su suerte y su vida. ¿Qué derecho tengo yo para decirle a una persona a la que no conozco que es lo que ha de hacer porque yo lo considero bueno y acorde a mi moral? En todo caso, y tal vez, sean sus allegados más directos los que tendrán algo a decir pero no yo. ¿Pero cómo piensa el socializado político actual? Su intromisión en todos los asuntos privados ha ido aumentando durante todo el S. XX provocando la misma negación de su principio: conseguir una sociedad justa y solidaria.

Imaginemos que yo creo que mi moral está por encima de la del resto de los humanos de tal suerte que los medios para imponerla, o hacerla acatar, siempre estarán justificados. En ese momento me convierto en referente moral, mis armas son la moral, la bondad y la solidaridad. Pero como veo que con esto no convenzo a nadie me veo obligado a aplicar la fuerza. Ahora me armo de verdad con artillería, creo e impongo leyes defendiendo mis creencias y castigo al que no se alinea con mi moral, porque mi moral es la bondad, es la solidaridad. Al que ocasionalmente cae en los vicios que yo considero inmorales como la droga (consumo o venta) le privo de su libertad con la cárcel, le multo y le digo enfermo y delincuente. Si persiste en su vicio (al consumidor) lo encarcelo contra su voluntad en otra prisión: un centro de desintoxicación. Y lo repito hasta que aprenda la lección y esté preparado para vivir entre seres humanos y no como lo que demuestra ser: un animal sin virtud.

Pero paralelamente, este esfuerzo de bondad y solidaridad requiere de recursos. Necesito dinero, poco puedo obtener de aquellos que piensan como yo, necesito más recursos aun. Para aplicar mi elevado megalo–programa de solidaridad entonces me veo autorizado a robar, falsificar dinero, secuestrar y asesinar a aquel que vaya en contra de mi programa de bondad y solidaridad. Al robo le llamo impuestos, a la falsificación de moneda “política monetaria” y “estabilidad de precios”, al secuestro seguridad pública y al asesinato masivo política internacional. Ahora esos simples hombres perdidos estarán obligados a creer en mí, les guste o no: ¡aquí ahora manda la solidaridad y yo la dirijo!

La droga ha sido un primer ejemplo pero ¡solidaricémoslo todo! Aún no puedo prohibir fumar pero indirectamente puedo castigar a aquellos viciosos que practican este hábito: les sacaré parte de su propiedad dineraria (y de los que no fuman también para financiar mis campañas de concienciación social). Trataré a los fumadores como enfermos para que se unan a mi visión superior. Con el alcohol haré lo mismo; los bares tal vez no tengan la culpa pero ellos colaboran con el vicio: no se puede dar a la gente lo que libremente pide. Cerraré bajo pena de multa estos establecimientos con mis horarios. Pero hay más. Los coches son peligrosos y contaminan; pediré obligatoriamente una identificación para conducir por la cual, por supuesto, me tendrán que pagar para conseguirla, limitaré los parkings en la ciudad y endureceré las multas por cualquier acto no moral de la conducción: hablar con un móvil, ir sin casco en moto o aparcar 5 minutos en doble fila.

La única alternativa son mis trasportes públicos, y es que evidentemente, yo estoy al margen de mi propia moral. Yo sí que puedo infringirla porque yo soy la bondad, la solidaridad. Mis hombres pueden ir a la velocidad que quieran con mis coches, pueden llevar armas y pueden cometer el más aberrante de los males que yo castigo: privar de libertad al resto de hombres con mi ley… a la que llamaré justicia.

Creo firmemente que el socialismo ha sido la peor plaga de la era moderna. El hombre justo no puede aceptar esta esclavitud. Si una ley es injusta no se ha de cumplir, y cualquier ley que niegue al individuo es una agresión. Cualquier mandato que haga perder al hombre su responsabilidad o su libertad es inaceptable. Todos los individuos son responsables de sus actos y en este sentido, se puede decir, cada uno obtiene aquello que él mismo ha creado, ningún hombre ha de pagar las irresponsabilidades de otro, y menos aún ha de someterse a la voluntad de una moral superior porque eso le convierte en esclavo. La bondad jamás vendrá dada por un tercero sino que cada hombre la encontrará en su propia persona y la tendrá que manejar como buenamente pueda o sepa.

Ninguna ley ni grupo desinteresado puede procurar por el individuo esclavizándolos a todos como solución, sólo el mismo hombre y la fuerza creadora del mercado libre pueden evitar la injusticia. La libertad es la madre del orden y no al revés. Cuando este el axioma se invierte, como pretende el burócrata socialista, al final se acaba perdiendo tanto la una como el otro reinando sólo el caos: la irresponsabilidad, la estafa respaldada por la ley, el robo legalizado, la violencia del aparato central y grupos solidarios (estado, sindicatos, grupos anti–globalización…).

Yo soy un hombre libre, y como tal, jamás reconoceré a ningún tirano ni a su moral superior. Mi moral es mi corazón y mi ser, y sólo yo se interpretarlos. A igual que mi amigo, yo no necesito la ayuda destructora de nadie.

[*] Jorge Valín. Economista seguidor de La Escuela Austriaca y Paleo-Liberalismo filosófico.
Articulista y autor de un manual sobre la Teoría de Elliot y de un Manual de Bolsa. Colaborador habitual del
Instituto de Libre Empresa (ILE), Poder Limitado y Liberalismo.org entre otros.

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