Ángel Martín
¿O de los países más pobres del mundo fuera de África? Seguramente cada uno de nosotros tendrá una distinta, basada en muy diferentes fuentes. Pero quizá una de las más extendidas sea la que se alimenta de mensajes y escenas que apelan directamente a nuestra sensibilidad, helándonos la sangre o poniéndonos la piel de gallina. Abundan en los medios de comunicación y anuncios de organizaciones de cooperación las imágenes de africanos en estado deplorable, enfermos y malnutridos. O mensajes del tipo: “Mil millones de personas se van a dormir con el estómago vacío…”.
Este tipo de mensajes impactan en la gente, les animan a hacer cosas por medio de las emociones, a ayudar a los más pobres. Buenas intenciones, sin duda. Pero como dice aquel, el infierno está empedrado de buenas intenciones… y la pobreza también.
Una de las lecciones más básicas de la economía es que por muy buenas intenciones que se tengan los resultados de una determinada acción pueden ser nefastos. El político de turno puede ser la persona más bondadosa de la tierra, pero no por ello los resultados de malas políticas económicas serán buenos. Tus familiares o amigos pueden quererte barbaridad, pero ello no asegura que sus acciones siempre te repercutan positivamente –pensemos en un regalo que no te gusta o en un ser querido que quiere ayudarte pero no lo hace con los medios adecuados-.
Asimismo, para resolver la grave situación de pobreza de muchos países y personas hace falta más que el deseo de ayudar. Y este algo más es principalmente el conocimiento detallado de las necesidades concretas de las personas a quienes se quiere ayudar. Un conocimiento local, que depende de circunstancias particulares de tiempo y lugar, y que difícilmente se consigue mediante estadísticas oficiales –las más de las veces altamente discutibles- ni mensajes con cierto componente demagógico.
Por ello es conveniente ir más allá de las percepciones iniciales y las imágenes más usuales acerca de los países más pobres. Éstas son las que hacen difícil para muchos creer que el continente africano ha estado creciendo a tasas elevadas desde hace algo más de una década, y se prevé que siga creciendo. Con todo, debemos advertir de la falta de rigor que supone hablar de África como un ente homogéneo. Nada más lejos de la realidad. Así por ejemplo, Botswana tiene una renta per cápita muy por encima de sus vecinos más cercanos tras décadas pasadas de buen desempeño; y mientras Somalia sufre una brutal hambruna, Ghana se prevé que crezca en 2011 un 13,5%.
Esta imagen negativa y estática a la que me refería, tampoco suele dar cuenta del enorme esfuerzo de numerosos africanos por salir adelante y progresar, tanto en lo político –luchando contra la corrupción y las reformas institucionales- como en lo económico. Emprendedores que como la senegalesa Magatte Wade tratan de sortear los múltiples obstáculos que sus gobiernos y unas reglas del juego inadecuadas han puesto sobre su camino. Éstos son los que integran, en expresión de George Ayittei, la “Generación Cheetah”, la nueva generación de africanos que toman el futuro en sus manos y actúan valientemente para cambiar poco a poco las cosas –en contraposición con la “Generación Hippo”, que son aquellos que buscan refugio en el victimismo para mantener el statu quo-.
Si queremos ayudar a África, será mejor que tengamos una visión más amplia que la que nos suelen transmitir y ajustada a la realidad. Existe esperanza para el continente, siempre que la “Generación Cheetah” predomine sobre la “Hippo”… siempre que se fomenten la tendencia humana al intercambio, producción y cooperación voluntaria, y se desincentiven los comportamientos destructivos y violentos.
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